Cultural

La playa del desengaño

Por: Álvaro Rojas Salazar

En la tarde habanera no había nadie más, sólo unos perros rusos correteando a todo pulmón por las arenas de una playa más solitaria que ninguna, bueno, y un negro que esperaba apoyado en su carro a que el viejo, a quien le servía de chofer, terminara de jugar con los galgos, terminara de distraerse frente al mar del Caribe de todo aquello que llevaba encerrado entre pecho y espalda; que sin dificultad, podríamos decir que era un siglo completo, sí, porque él asesinó a un hombre que pudo haber transformado para siempre eso que llegó a ser la Unión Soviética de Stalin.

El viejo de los perros se siente enfermo, amarillento, débil, como esos hombres que tienen los dedos manchados de tanto fumar; su madre lo metió en todo esto, su Edipo lo llevó a hacerse socialista, a dejar de pensar, a volverse ciego, a obedecer órdenes que llegaban a la España de la Guerra Civil desde ese Moscú de los huérfanos y de los proletarios del mundo, desde la capital de una revolución que acabó con los zares para transformarse en una potencia industrial administrada por un tirano que tenía por enemigo a un profeta armado, a un intelectual, a un estratega, a quien persiguió por todos los rincones de la tierra, de Turquía a México, hasta lograr clavarle un piolet de alpinista en su cabeza de anciano genial.

La literatura es la vida, por eso en ella pasa lo mismo que conocemos y encontramos día a día en las cosas que hacemos, por eso en ella las personas y los países se encuentran por casualidad o por azar. Cuba perfectamente pudo llegar a ser un estado norteamericano, de hecho, en una de sus esquinas todavía ondea la bandera de las barras y de las estrellas; no lo fue, no lo ha sido, y eso le ha costado vida, corazón y lágrimas. Sin embargo, su economía nunca dejó de ser dependiente, con la revolución del 59 salió de la órbita gringa para pasar, pocos años después, a la órbita soviética y cuando todo aquello se vino al suelo al filo de los años noventa, los cubanos sintieron el terremoto en sus ciudades y en sus estómagos y lo sintieron de verdad.

Por aquella playa solitaria caminaba Iván, un hombre triste, común, nada especial, él tenía un pasado conflictivo como casi todas las personas y se encontraba frustrado como casi todos los cubanos que hicieron su vida durante el período especial. A él, ¿cómo no?, le llamaron la atención ese par de perros salidos de otro mundo, que corrían por la arena vigilados por un enigma, por ese viejo fugitivo, ex presidiario, ex agente, ex mexicano o ex canadiense, por ese hombre que nadie sabía quién era, por ese hombre a quien lo esperaba un chofer.

Los rusos en La Habana parecían extraterrestres, eso pasa cuando dos culturas tan distantes se juntan impulsadas por el motor de la geopolítica y el viejo, aunque tampoco era ruso sino catalán, estaba en Cuba protegido por el Estado; esas cosas ocurren en todas partes, los aliados se ayudan. El viejo venía de descontar una condena larga en una cárcel de México donde tocó con los huesos de su cuerpo entrenado las brasas del olvido y de la desesperación. Era el final de su misión, bueno, hay que decir también que después vino su condecoración secreta por parte de las altas autoridades soviéticas.

Iván veía a los perros, la elegancia, la rareza de esos galgos rusos jadeando junto a las aguas color  turquesa del Caribe cubano. Esos perros lo llevarían a él a perderse entre sus patas y a conocer a un hombre que vivía entre papeles que escribía con angustia y talento para que nadie le creyera a Stalin, para que se supiera toda la verdad de sus crímenes, para que se supiera la tortura de los disidentes, para que no se olvidara la otra cara de la Revolución de Octubre, para que se conocieran los lazos soviéticos con el nazismo; ese hombre al que Iván conoció en las palabras del viejo que paseaba a los galgos, escribía ganándole días a la muerte, a la muerte que ya se había llevado a sus hijos, a sus amigos, a su país y él escribía como si estuviera en pulso contra la historia, haciendo lo que Michel Foucault llama la contra historia de la narración soviética, la contra filosofía del DIAMAT, él escribía el lado inteligente, la contracara de los manuales que el Kremlin distribuyó por el mundo entero con ayuda de los partidos comunistas.

Su cabeza tenía precio por haber dicho una verdad, muchas verdades, pero principalmente una: “la revolución fue raptada por una dictadura”. Y hoy día, con el paso de tanta agua bajo el puente, no nos resulta difícil creerle a él esas palabras que también resonaron en el Caribe, en el país de Iván, el amigo del hombre que amaba a los perros, ese que en algún momento se llamó Ramón Mercader y fue un muchacho catalán hijo de un empresario exitoso y de una madre inestable que finalmente reguló sus emociones con las leyes del stalinismo.

Ella sedujo a Ramón, ella, como Yocasta en la tragedia de Sófocles, tenía sus motivos; ella le mostró a Mercader el camino que finalmente lo llevaría a aceptar la misión más importante de su vida, la más cara, el encargo de asesinar al enemigo principal de la Unión Soviética, al judío, al gran traidor. Y Ramón aceptó la misión, se entrenó, cambió de identidad y de personalidad, fue un falso novio de mujeres engañadas y también fue falso en los múltiples oficios y en las múltiples nacionalidades que lo acompañaron en su ruta hacia Coyoacán, donde se hizo tan allegado de la familia Trotsky que hasta logró quedar solo en aquella habitación, con la cabeza del anciano frente a él, frente a sus manos fuertes que sacaron el piolet del bolsillo y se aprovecharon del descuido monumental de aquel hombre genial, que en pocos segundos ya estaba dando espantosos gritos de dolor con aquel pico de alpinista clavado en su mente, en la mente de un siglo que no lo trató bien.

Sin Trotsky, Ramón Mercader no sería nadie, sin Ramón Mercader Iván, el cubano de los años noventa, no tendría nada que escribir. Así se juntan las historias y las personas en la vida y en la literatura, que como ya dijimos, vienen siendo lo mismo. Así, con las historias de estas tres personas entrelazándose, está estructurada una gran novela.

En el año 2009 el escritor cubano Leonardo Padura publicó su obra más conocida, El hombre que amaba a los perros, que es una novela triste, larguísima, agobiante, donde se cuenta en más o menos ochocientas páginas, los caminos que diseñó el destino para que Ramón Mercader y León Trotsky se encontraran y supieran, como dice Borges, para qué era que estaban vivos en este mundo.

Cuando a Stalin ya no le servía mantener vivo a Trotsky inició su cacería por todas partes y ese es el agobio que siente el lector de esta novela de Padura al identificarse con el antiguo líder del Ejército Rojo y con su familia, quienes vivían así, solos, perseguidos, angustiados, llenos de recriminaciones contenidas y de culpas reprimidas que llevaban consigo por todo el mundo hasta terminar en aquel distante país que se llamaba México, hasta donde el stalinismo también logró extender sus brazos.

Pero El hombre que amaba a los perros tampoco es la novela de la reivindicación de Trotsky, de hecho, en ella Padura pretende mostrar supuestos  lados oscuros, sus excesos cuando tuvo poder, el uso político que hizo de sus hijos, la tentación de Frida Kahlo y la traición que eso supuso para su esposa. A mi juicio, El hombre que amaba a los perros es la novela del gran desengaño con la utopía socialista, es la narración de una desilusión monumental.

En ella, el sin sentido de todas esas vidas entregadas por una causa que fue raptada por el autoritarismo, salta y brilla por todas partes en un tiempo, el actual, en el que a casi nadie le interesa creer en un proyecto que se vino al suelo con todo lo que una cosa así implica. Eso es lo que se desprende de las páginas de El hombre que amaba a los perros y no es casual que haya sido un cubano quien escogiese contar el movimiento en paralelo de las vidas de Ramón Mercader y de León Trotsky. Tampoco es casual que haya sido Padura quien nos presentara a Mercader como huésped del Estado cubano, ni que Iván muera aplastado dentro de su casa habanera, la que se derrumbó con él adentro hasta llevarlo a la asfixia. La metáfora está clara y el gesto de Padura también. De todo aquello sólo se salvó la literatura, los cuadernos de Iván que rescató un amigo, uno que sólo aparece en las últimas páginas de la novela para hacernos saber quién es el narrador de la historia de todos ellos, de Mercader, de Trotsky, de Iván y de los galgos rusos.

Los libros de Trotsky, su figura, su pensamiento y su política, como se sabe, no eran bien tratados en ningún país amigo de la Unión Soviética y Cuba no era la excepción. Por eso tiene más mérito toda la investigación que hizo Padura y que sostiene, junto a su extraordinario estilo literario, esta novela tan triste como ineludible, porque ella resulta indispensable para comprender uno de los asesinatos más relevantes del siglo veinte, todo su contexto y los enormes ecos de todo aquello. También, hay que decirlo, Padura demuestra con sus obras, que él sigue la escuela de esos escritores que piensan que la literatura es una vía privilegiada para conocer un país, una ciudad y toda la subjetividad de los seres de carne y hueso que los habitan, los disfrutan y los padecen.