La frialdad, la dureza, el didacticismo exagerado los dejamos para los cursos de marxismo, los documentos políticos, los manifiestos y proclamas del movimiento. Los trabajadores van al teatro para encontrar otro lenguaje, otra expresividad, que hable no sólo a su cerebro, a su razón y a su conciencia, sino también a su sensibilidad en cuanto hombres y mujeres que sufren la explotación y la opresión diarias.
Cecilia Toledo
El 2 de agosto de 1918, tan solo un año después de la revolución bolchevique, el periódico Izvestia publicó una lista de personas, nominadas por los lectores, a quienes se propuso para figurar como monumentos en alguna ciudad central del país. Dostoievsky, cuya prosa catalogaba Lenin de excesivamente sufriente, fue electo en segundo lugar por los lectores. Ganó Tolstoy, quien disfrutaba de sus cuentos a pesar de su misticismo acentuado. El monumento fue develado en Moscú en noviembre de ese año por el representante del soviet, acompañado de un tributo del poeta simbolista Vyacheslav Ivanov.
Esta anécdota, en apariencia irrelevante, bien podría servir como el retrato magistral de una revolución que no escatimó esfuerzos en defender las libertades democráticas, que nunca merodeó con mirada represora los talleres vanguardistas, pese a que dirigentes como Lenin veían con cierta extrañeza la fisonomía radical de lo nuevo.
La literatura, hay que ser sinceros, tuvo un rol secundario en relación con los principales problemas de la revolución, a saber, la defensa de la misma frente a la guerra civil e imperialista o la enorme crisis económica heredada de siglos de dominio zarista. Pero no quiere decir que no tuviera un lugar primordial para los dirigentes que organizaban la nueva vida rusa.
Diferentes hechos atestiguan las enormes transformaciones gestadas en la Rusia bolchevique luego de la revolución, entre ellos la enorme producción literaria o las polémicas entre las distintas corrientes estéticas. A esto hay que sumarle el interés permanente del partido de Lenin para que esa misma clase obrera que dirigió la revolución, por primera vez en su historia estuviera en condiciones de disfrutar las obras literarias del pasado.
A 100 años de la revolución de octubre, las nuevas generaciones deben conocer esta parte importante del legado bolchevique. Un legado muy diferente al del realismo socialista, del proletkult, de corte estalinista. Pero antes, vale la pena entrar a la discusión haciendo una salvedad.
Marxismo, literatura y sociedad
Nosotros somos marxistas y creemos que la sociedad se rige por la lucha de clases, donde unos seres humanos pertenecen a la burguesía (clase dominante que tiene los medios de producción y viven del trabajo que apropian a los trabajadores) y al proletariado (clase sometida a los medios de producción y que no tiene otra cosa para sobrevivir que su fuerza de trabajo). En el medio y dependiendo de la correlación de fuerzas se ubica el campesinado, la clase media, los estudiantes como capa social, entre otras.
La burguesía reproduce su condición de clase dominante en primer lugar mediante la explotación y la apropiación de la plusvalía que genera la clase trabajadora; esto es el factor económico. También se vale del estado, del sistema educativo, del machismo, de la cultura, etc., para mantener dividida a la clase trabajadora e imponer sus intereses como clase dominante.
Nosotros, como marxistas, creemos que para abordar cualquier problema ligado con la sociedad capitalista, existe una relación dialéctica, dinámica y contradictoria entre el factor económico (base del sostenimiento de la sociedad capitalista) y las otras instituciones o elementos ubicados en la superestructura. Engels lo resumía de esta manera:
“Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda. La situación económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levanta –las formas políticas de la lucha de clases y sus resultados, las Constituciones que, después de ganada una batalla, redacta la clase triunfante, etc., las formas jurídicas, e incluso los reflejos de todas estas luchas reales en el cerebro de los participantes, las teorías políticas, jurídicas, filosóficas, las ideas religiosas y el desarrollo ulterior de éstas hasta convertirlas en un sistema de dogmas– ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos casos, su forma. Es un juego mutuo de acciones y reacciones entre todos estos factores, en el que, a través de toda la muchedumbre infinita de casualidades (es decir, de cosas y acaecimientos cuya trabazón interna es tan remota o tan difícil de probar, que podemos considerarla como inexistente, no hacer caso de ella), acaba siempre imponiéndose como necesidad el movimiento económico. De otro modo, aplicar la teoría a una época histórica cualquiera sería más fácil que resolver una simple ecuación de primer grado”[i].
Reconocer la existencia de una base que determina los demás elementos del orden social no tiene nada que ver con mecanicismo o rigidez en el análisis, como lo señalan los intelectuales de calaña posmodernista. Ambas esferas (estructura y superestructura) se alimentan mutuamente y adquieren distintas formas dependiendo de la situación de la lucha de clases. Pensemos en la estructura de una casa con sus bases y columnas, que suele ser lo primero en construirse. Luego se escogen los colores de las paredes, el estilo del techo, de las distintas estancias; es decir, puede haber diferentes maneras de acuerdo con los intereses y gustos de quienes la diseñan, pero sin columnas no hay casa.
La literatura no se escapa de esta dinámica. Como discurso, es decir como práctica cultural que se vale del lenguaje, se ubica en el campo de las tensiones propias entre las clases donde la burguesía se vale de todos los recursos para imponer sus intereses. Existen distintas manifestaciones literarias, pero hay que ser ciegos para reconocer que las distintas instituciones que definen qué se lee como “buena literatura” y qué no, están marcadas por los intereses de la clase dominante.
Un ejemplo claro de esto lo observamos en la formación del estado capitalista costarricense, cuando la clase dominante se valió de la educación, la religión y también de la literatura para construir el discurso de la identidad nacional, que no era sino la identidad de la élite cafetalera que se beneficiaba de los préstamos internacionales y la explotación del campesinado para enriquecerse.
Los textos de la generación del Olimpo mostraban una relación armónica entre oligarcas y campesinos, lo que implicaba de que el modelo de explotación cafetalero podía llevar al progreso y a la estabilidad entre las clases. No por nada algunos escritores, como Manuel de Jesús Jiménez (autor de crónicas como Las carreras de San Juan y familiar del futuro presidente Ricardo Jiménez), pertenecían a la élite política y económica.
Continuando con el ejemplo pero en sentido opuesto, conforme la dinámica de explotación se fue asentando en el país y la desigualdad empezaba a emerger de la superficie, hubo distintas obras que expresaban las tensiones sociales emergentes y le daban voz y protagonismo en sus personajes a las clases oprimidas. José Blas, personaje principal de la novela corta El Moto, de Joaquín García Monge, no era el “labriego sencillo” que celebra el himno nacional, sino un pobre campesino que tuvo que emigrar del campo a la ciudad.
Escritoras como Carmen Lyra, Luisa González o los textos de la generación de los 40 (Carlos Luis Fallas, Fabián Dobles, Joaquín Gutiérrez, Yolanda Oreamuno o Max Jiménez) cuestionaba, cada uno a su manera esa identidad de clase construida desde las alturas del poder burgués.
La literatura no “tiene que” reflejar la sociedad, ni “tiene que” ser comprometida o refugiarse en la evasión. No se trata de enfocar el problema en el “deber ser”; sociedad es la que pare a los autores, es el caldo de cultivo para los temas literarios; hasta donde sabemos, sigue habiendo una clase dominante que impone y reproduce sus intereses de clase desde las diferentes instituciones que crea, entre ellas la cultura, dentro de la cual se encuentra la literatura. Hasta los clásicos de la ciencia ficción, que se podría pensar como el género más “asocial” de todos, impregnan sus relatos de una feroz crítica a la barbarie que supuestamente traería el progreso capitalista.
Algo similar sucede con el rol del autor dentro de la sociedad. Este es un producto de las condiciones sociales, impregnado de ideologías burguesas, y no forma parte de la clase obrera como tal. Pero como su texto surge y circula en la sociedad capitalista, leer un texto unilateralmente, a la luz de la ideología del autor, reduce sustancialmente su potencial como discurso cuestionador. Si nos guiáramos por esto nos quedaríamos con un número muy reducido de autores que leer: los que políticamente se han declarado marxistas.
Los bolcheviques, al frente del único estado que por unos años nos demostró científicamente que es posible vivir sin explotadores ni explotados, transformaron de raíz el rol de la literatura como parte de ese nuevo mundo.
Literatura y revolución bolchevique
La historia de la literatura rusa bien podría caracterizarse en tres momentos: el primero de ellos, propio del carácter feudal de la sociedad. Una literatura con voces aferradas a la nostalgia campesina, con poetas y motivos literarios intrínsecamente ligados a los místico religioso, y de sumisión en relación al poder político acumulado en el zar.
Así lo resumía Rosa Luxemburgo:
“Siglos enteros, la Edad Media y parte de la Edad Moderna, hasta el último tercio del siglo XVIII, fueron en Rusia de oscura noche, calma de cementerio, barbarie. Ni lenguaje literario, ni revistas, ni centros de la vida literaria. La corriente del Renacimiento, que había bañado a tantos países de Europa y hecho florecer todo un jardín en la literatura universal; el estremecedor huracán de la Reforma; el soplo ardiente de la filosofía del siglo XVIII: nada de esto había rozado a Rusia.”[ii]
Un segundo momento lo observamos, siguiendo a la revolucionaria alemana, en el sacudón que implicaron las revoluciones burguesas en Europa cuya brisa salpicó el ambiente cultural ruso, el cual fue cambiando tanto en lo formal como en el desarrollo de sus motivos. El romanticismo, movimiento literario que buscaba incesantemente la originalidad, el rechazo al racionalismo y al mismo capitalismo voraz que se levantaba en el país, revolucionó el panorama literario en Rusia. Su precursor fue Pushkin, a quien Lenin tenía en alta estima.
Este oleaje renovador traería a escena distintas voces decimonónicas como las de Turgeniev, Nicolai Gogol, o Leon Tolstoy y Fiodor Dostoievsky, todos ellos expresión de un cambio significativo en las bases de la sociedad rusa.
Sus obras tenían distintos matices desafiantes, pero eran incapaces de trascender las condiciones sociales y políticas de la Rusia zarista. Tariq Alí señala que “Pushkin apoyó, en 1825, el levantamiento decembrista que desafió la sucesión del zar Nicolás I. Gogol satirizó la opresión de serfdom casi al mismo tiempo en que se retractaba. Turgeniev fue crítico del zarismo pero discordaba intensamente con los nihilistas que promovían el terrorismo. El coqueteo de Dostoievsky con el anarco terrorismo se transformó en una férrea oposición al mismo después de un terrible asesinato en San Petersburgo”[iii].
La clase obrera ya tocaba la puerta, un poco retrasada , a su cita con la historia. Con las enseñanzas de las revoluciones burguesas en Europa, y principalmente de la comuna de París; con la experiencia práctica de la revolución de 1905 que trajo la creación de los soviets; con la revolución de febrero de 1917 que derribó al zarismo. Finalmente, con la consolidación del partido bolchevique como dirección revolucionaria se consumó la única revolución obrera y socialista triunfante que dio el poder a la clase obrera y que serviría como palanca de la revolución mundial.
Los bolcheviques como dirigentes del primer estado tenían que hacerse cargo del atraso cultural y económico del país, de las masas agotadas por la guerra, el hambre y el sufrimiento. Tenían que afinar su puntería contra asedio de las potencias imperialistas que esperaban reestablecer rápidamente el orden burgués. En ese sentido, las prioridades era garantizar la dictadura del proletariado.
Pero el hecho objetivo fue que la revolución triunfó de la mano de los trabajadores, y de la mano de los trabajadores que barrieron con las clases dominantes se pensaba recorrer el camino hacia la renovación artística. Por eso podemos ver en los primeros años de la revolución bolchevique todo un laboratorio de ideas tanto polémico como fructífero.
Una de las preocupaciones centrales fue crear las condiciones para que las y los trabajadores pudieran disfrutar de las grandes obras literarias rusas y derribar poco a poco la separación entre trabajo manual y trabajo intelectual.
Se fundaron escuelas, se llevó a cabo una extensa campaña de alfabetización. Se nacionalizaron institutos, salas museos, la jornada laboral se redujo y así los trabajadores podrían tener tiempo para acercarse y disfrutar de las obras.
A su vez, de forma recíproca se buscaba generar simpatía entre los artistas para sumarlos a la causa de la revolución. Esto no es un problema menor, ya que en los primeros días de la nueva república soviética muchos de ellos asumieron una postura hostil ante lo que estaba pasando, optaron por emigrar a otros países y desde ahí cuestionar “el terror” bolchevique.
Por eso, y por la actitud natural de defender libertades que durante tanto tiempo fueron negadas a los trabajadores bajo el zarismo, se promovió la organización de talleres, asociaciones y tendencias artísticas cuya base principal fue la libre expresión. La actitud de los bolcheviques fue completamente democrática porque apoyó la creación de cuantas tendencias artísticas surgieran, a pesar de que los diferentes grupos y asociaciones, como reflejan sus manifiestos y artículos, discordaban entre sí y planteaban serias críticas a la revolución.
“La crítica a la tradición artística anterior, la discusión con las formas de institucionalización del arte, la experimentación, el trabajo colectivo, la fusión de diversos géneros artísticos y la manifestación explícita de sus postulados y objetivos en una proliferación de manifiestos, son comunes a las manifestaciones vanguardistas del período. Aun cuando en muchos casos polarizadamente pretendieron decretar con efecto inmediato una fusión que solo podía desarrollarse con un avance de la revolución que asegurara a todos el tiempo de ocio para el desarrollo de sus capacidades y pusiera fin a la división entre trabajo manual e intelectual, dejaron sentada sin embargo allí una crítica que fue a la raíz del estrecho lugar asignado al arte en el capitalismo[iv]”.
¿Qué característica tenía la nueva literatura, surgida de las entrañas de la revolución? Emergió toda una serie de expresiones cobijadas bajo el manto de las vanguardias soviéticas: futurismo, formalismo, experimentalismo. El futurismo, cuyo iniciador fue el poeta Vladimir Maiakovsky, miró donde nunca lo hizo la “alta cultura rusa”: se nutría de lenguas y expresiones regionales, se alejaba de la sintaxis tradicional.
Trotsky, en su texto Literatura y revolución, hablaba de los “compañeros de viaje”, escritores de la Rusia revolucionaria que, como forma de romper con la tradición, incorporaban los viejos medios de expresión a los nuevos temas.
Ante esto, el partido defendió siempre la libertad de investigación y experimentación, y jamás buscó imponer leyes oficiales para el arte y la literatura.
Las visiones personales de Lenin, Trotsky y demás dirigentes de la revolución solo eran eso, criterios personales. Nunca fue de su interés establecer como política de estado sus gustos literarios, ni de censurar a los artistas cuyo arte no hable de la revolución.
“ (…)La postura política (de los bolcheviques) es la máxima independencia del arte, la aversión a cualquier tipo de injerencia política en la creación artística y el respeto a las leyes propias del arte. Tengo pleno acuerdo con esa posición de Trotsky (…) los procesos de creación artística y los objetivos del arte son distintos de los procesos y los objetivos de la ciencia política”[v].
Esta defensa de la libertad artística se combinaba con una preocupación incesante de los bolcheviques por ganar a los escritores, muchos de ellos constituidos como una élite intelectual, para la revolución.
Finalmente, sobre esta concepción hay que hacer una importante acotación. Como dijimos anteriormente, en tanto que la prioridad central era la defensa del Estado obrero ante las potencias imperialistas, se imponía el combate a cualquier elemento de propaganda (incluida la literatura) que atentara contra esa tarea de defensa de la revolución y el estado obrero.
Muchos intelectuales ven en esto la marca irrefutable del autoritarismo y la doble moral bolchevique, que en el fondo estaban contra la libertad. Todo lo contrario: era la única forma de defender la libre expresión de las asociaciones, talleres y corrientes estéticas que surgían como manifestación de lo nuevo. Era la única forma en que el pueblo podía liberarse del yugo de la explotación capitalista y gozar del teatro y los clásicos de la literatura universal desconocidos para ellos. Era la única manera de defender consecuentemente la libertad artística del pueblo que recién se liberaba de sus cadenas.
Lo que sucede es que desde nuestra visión marxista no existe un concepto de “libertad” como una norma fija. No se equivocaba Trotsky cuando decía que “Las normas ‘universalmente válidas’ de la moral se cargan, en realidad, con un contenido de clase, es decir, antagónico”. Libertad artística y represión a la contrarrevolución en todas sus formas como única vía de preservar dichas libertades. Esa era la concepción de los bolcheviques que a base de asesinatos y falsificación borró la burocratización estalinista.
La literatura oficial y el estalinismo
La revolución rusa era el primer andén de la revolución mundial. Lenin siempre fue consciente de eso y esperaba que en los países avanzados de Europa la clase obrera siguiera el ejemplo de los bolcheviques y expropiaran al gran capital. Pero esto no sucedió, y además los valientes cuadros que hicieron la revolución rusa murieron durante la guerra civil. Su lugar lo tomaron oportunistas ajenos a lo que sucedió después de octubre de 1917, quienes después de la muerte de Lenin y la consolidación de Stalin al frente del estado obrero, liquidaron la dirección revolucionaria.
Con la burocratización vinieron las purgas, los juicios corruptos y el terror estalinista, que influyó en todas las esferas de la vida, incluido el arte.
La separación “dialéctica” entre arte y política, palabra de orden entre los bolcheviques, fue reemplazada por la injerencia del Estado en la política artística y las organizaciones literarias, la exigencia a producir obras de corte socialista y la persecución a todo artista que contrariara estos designios.
Bajo el estalinismo surgió una corriente denominada realismo socialista, defensor de un arte que retratara la realidad sin artificios; es decir, una afrenta contra cualquier afán experimentador. La Asociación Rusa de Escritores Proletarios (RAPP) fue un agente fundamental en este proceso, tomando el rol de “cura y barbero” de la producción literaria. Además, consideraban que la literatura debía estar al servicio del Estado y como herramienta de propaganda. Cualquier artista que transgrediera estas bases era considerado contrarrevolucionario, reprimido y dependiendo de su alcance entre las masas, asesinado.
Trotksy pintaba un panorama desolador para el artista en general, a quien la GPU pisaba los talones.
“No es posible contemplar sin repulsión física mezclada con horror la reproducción de cuadros y esculturas soviéticas en los cuales empleados soviéticos armados de pincel, bajo la vigilancia de funcionarios armados de máusers, glorifican a los jefes ‘grandes’ y ‘geniales’, privados
en verdad de la menor chispa de genio y grandeza”[vi].
En 1932, el Comité Central del partido bolchevique emitió un decreto donde se señalan “elementos extraños” en la literatura revolucionaria. Resalta el esfuerzo del gobierno por arraigar el “arte proletario”, pero como los escritores no contribuían con las tareas políticas que se esperaba de ellos, da el golpe de gracia a los agrupamientos previos, y conforma una única Unión de Escritores. Esta línea se impondría tiempo después a toda la III internacional para oficializar definitivamente la censura contra muchísimos artistas en todo el mundo. En nombre del arte. En nombre de la revolución.
El arte de la Rusia estalinista se cubría con el manto negro del culto a la personalidad, de la monotonía y el matonismo contra aquel que desafiara con su creatividad la política cultural oficial. Las condiciones sociales de producción literaria bajo la égida de Stalin experimentó un retroceso a las condiciones de la Rusia zarista. “El partido revolucionario no puede ciertamente proponerse como tarea dirigir el arte. Semejante pretensión sólo puede venir del espíritu de desvariados
por la omnipotencia, como la burocracia de Moscú. El arte y la ciencia no sólo no piden órdenes como, por su propia esencia, no las toleran”, remachó Trotsky.
Hoy en día las corrientes literarias con algún dejo de estalinismo defienden la necesidad de un arte comprometido, y hablan de una cultura, de una literatura revolucionaria. Cecilia Toledo, polemizando con esta postura de “arte proletario”, aporta una posición contraria.
“No interesa al proletariado y a sus compañeros de viaje la creación de una“cultura proletaria” – ya de por sí imposible– o un teatro en el cual los trabajadores se vean retratados. Tal teatro no podría dejar de ser hecho a imagen y semejanza de la burguesía, de aquello que el sistema burgués nos enseñó y nos puso a disposición para hacer arte. Se trata, más bien, de combatir la sociedad de clases, de combatirse a sí mismo como clase proletaria, lo que hará combatiendo a la clase burguesa en tanto tal. Los trabajadores no tienen nada para ofrecer al público a no ser la denuncia sobre los males del capitalismo y, cuando fuera posible, alertar sobre la necesidad de derrumbar este sistema. A los trabajadores no les fue dado el derecho de aprender a hacer arte, a no ser copiar, reproducir el arte de la burguesía”[vii].
Esta concepción que señala Toledo cuestiona la visión del realismo socialista, hermana menor de la teoría del socialismo en un solo país. Es una utopía reaccionaria creer que los burgueses caerán rendidos a los pies del realismo socialista y abandonen sus preferencias estéticas. No es posible hablar de una literatura revolucionaria o proletaria en los marcos del capitalismo; es más, nuestra aspiración como marxistas no es que haya una literatura de la clase obrera, porque nuestro fin último es construir una sociedad sin explotación, es decir, sin clases. Es imposible saber qué forma tomará la literatura en la sociedad comunista que luchamos por construir.
Sin ser “literatura revolucionaria”, ni sus autores identificarse como de izquierda, mucha de la literatura latinoamericana actual es un amplio mural de voces que deconstruyen los discursos dominantes y que dan protagonismo a personajes sexualmente diversos, a jóvenes precarizados, a mujeres oprimidas por el patriarcado. Narran la injusticia capitalista y reescriben la historia oficial, sugiriendo en el lector nuevas realidades en lucha contra el estado de cosas imperante.
Juzgar la calidad de las obras literarias con base en su compromiso político o por su interés en retratar la “esencia del pueblo” no tiene nada que ver con lo que sucedió en los primeros años de la revolución, donde afloró la coexistencia de temas y voces contrarias entre sí, producto de distintas visiones de mundo. La misión del partido de Lenin era garantizar las libertades democráticas, la defensa de la revolución y la construcción del socialismo a nivel mundial.
A modo de conclusión
A pesar de la degeneración estalinista, el legado de los bolcheviques en el terreno literario siguió dando frutos. Testimonio de eso fue el Manifiesto por un arte revolucionario independiente, escrito a dos manos entre André Bretón y León Trotsky, el cual influyó en miles de artistas a nivel mundial y fue uno de los textos emblemáticos de las vanguardias artísticas en todo el mundo.
“El arte no puede someterse sin decaer a ninguna directiva externa y llenar dócilmente los marcos que algunos creen poder imponerle con fines pragmáticos extremadamente cortos. Vale más confiar en el don de prefiguración que constituye el patrimonio de todo artista auténtico, que implica un comienzo de superación (virtual) de las más graves contradicciones de su época y orienta el pensamiento de sus contemporáneos hacia la urgencia de la instauración de un orden nuevo[viii]”
A 100 años de la revolución rusa, Bretón y Trotsky nos recuerdan que la literatura es hija de su tiempo; en ese sentido, los problemas estructurales que dieron pie a que la clase trabajadora tomara el poder siguen intactos. Las luchas, guerras y revoluciones demuestran la necesidad de construir y el derecho a soñar con un mundo sin opresión ni explotación, como lo hicieron los bolcheviques de la mano de millones de obreros y campesinos.
Como no solo de política vive el hombre, no está de más voltear la mirada hacia la enorme transformación que vivió la literatura rusa y, por qué no, mundial, entre 1917 y 1924. La difusión de obras clásicas entre el pueblo, el encuentro entre viejas y nuevas escuelas ideas en torno al arte, así como las obras surgidas en ese periodo, solo fueron posible gracias a las condiciones de libertad artística propia del periodo.
De igual forma, la suerte que corrió Rusia bajo el yugo estalinista nos recuerda que someter la literatura a la camisa de fuerza del control y la censura solo puede traer la pobreza estética propia de un arte imposibilitado de expresar con total libertad los conflictos humanos que se viven en una sociedad de clases.
La revolución de octubre influyó de distintas maneras en la literatura de la primera mitad del siglo XX. Las corrientes vanguardistas a nivel mundial (que comprendieron obras como las de Bretón, Huidobro, César Vallejo, los futuristas, entre otros), los poetas españoles que participaron de la lucha contra el franquismo e incluso los mismos escritores de la generación comprometida en Costa Rica se dejaron iluminar gustosos por el faro de la renovación estética y el cuestionamiento al sistema capitalista que tanto brilló durante los años de Lenin y Trotsky.
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[i] F. Engels Carta a Konrad Schmidt, tomado de https://www.marxists.org/espanol/m-e/cartas/e27-x-90.htm
[ii] Luxemburgo, Rosa. Escritos sobre literatura. Madrid; Editorial Antídoto.
[iii] https://www.theguardian.com/books/2017/mar/25/lenin-love-literature-russian-revolution-soviet-union-goethe
[iv] https://elrepertorio.wordpress.com/2014/11/07/el-asombro-cotidiano-literatura-y-revolucion-rusa/
[v] Toledo C.. Acerca de las posiciones de Trotksy. En Marxismo vivo.
[vi] Trotksy, León. Literatura y revolución. Madrid: Juan Pablos.
[vii] Toledo, C. Polémica sobre arte proletario. En Marxismo vivo.